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Fabricación y sinceridad. Tracey Emin en el MALBA de Buenos Aires

Magazine

10 noviembre 2012
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Fabricación y sinceridad. Tracey Emin en el MALBA de Buenos Aires

La obra de Tracey Emin (1963) se puede leer como una autobiografía construida con fragmentos materiales e imaginarios cargados de sentimiento, hiperactividad emocional y una dosis variable de psicopatología, desplegada en medio del esplendor del arte británico de los noventa y, por extensión, de todo el arte contemporáneo como industria. Pasada por el tamiz de esta industria, la mezcla desafiante de vida privada, sexualidad recalcitrante y ataques de nervios da como resultado un conjunto de documentos vivos —videos, instalaciones, acuarelas, esculturas en neón, textos…— que simultáneamente abrevan en lo íntimo y en lo espectacular: en la autoconstrucción como figura pública y en el despojo del malestar doméstico, en la arrogancia y en la vulnerabilidad.

Tracey Emin. How It Feels —una selección de cinco de sus videos— y Proximidad del amor —una antología de sus columnas para The Independent, editadas en colaboración con Editorial Mansalva— son las herramientas a través de las cuales el MALBA pone a disposición del público de Buenos Aires una veta no desdeñable de la obra de Emin, al articular dos series distintas de transposiciones: la de la vida en obra —rastreable en sus videos— y la de la artista en celebridad, que aparece en las columnas, escritas en un estilo franco y directo para un lector de prensa —prensa de espectáculos, más precisamente, o incluso de chismes.

Si los videos —seleccionados por el curador, Philip Larratt-Smith— tienen su ciclo entre mediados de los noventa y el 2000, las columnas están escritas, en promedio, diez años más tarde. Así quedan en perspectiva no solamente los cambios en la carrera de Emin, sino también la forma en la que fueron solidarios de la reconversión de la industria del arte en un subsistema del espectáculo global.

En la misma medida en que videos como Why I Never Became a Dancer (1995) y How It Feels (1996) ponen en escena un fuerte deseo de autoconstrucción como personaje, es claro que Tracey Emin reinvirtió su repertorio de actitudes artísticas en el sistema de medios, que —tras un par de borracheras en cámara y tropezones en la alfombra roja— no tardaría en proveerle fama nacional como el estandarte femenino, emocional y sincero del sistema del arte británico del momento —sinceridad que abarca la relación no tanto con la palabra propia, sino sobre todo con el público ávido de la sustancia confesional de los famosos.

En las columnas para The Independent —seleccionadas y traducidas por Cecilia Pavón de la antología original, My Life in a Column, publicada por Rizzoli el año pasado —el despliegue de la sinceridad construye un pacto de lectura subordinado al sistema de las celebrities: conflictos personales, drogas, divorcios, alcohol— acompañan una reflexión de tipo moral sobre lo que significa tener una vida pública cuyo punto de partida fue una obra construida a su vez sobre la exhibición de la vida privada. Las celebridades como Paris Hilton o Kim Kardashian convierten diariamente su vida en un producto con el que la audiencia puede identificarse: sus vestidos, los manejos con sus novios y sus platos favoritos forman una suerte de moral práctica de actualización constante: marcan un rumbo para que sus fans orienten sus propias vidas. Lo que para autores como Isabelle Graw y otros es el punto de partida de la cultura de la celebridad, el hecho de convertir la propia vida en una marca, lleva implícita la posibilidad de convertir esta marca en relato ejemplar: la luz pública de las celebridades ilumina las vidas privadas en temas tan variados como el atuendo y la lucha contra las adicciones o el sobrepeso. En el caso de Tracey Emin, su trato con la soledad, el sexo y las drogas configura un proceso mediado por la autobiografía como fundamento estético y humorístico: la permanente hibridación de lo privado y lo público se vuelve un elemento desafiante, como si uno de los atributos del discurso confesional fuera el poder develar vulnerabilidades ajenas.

Como observa Fernanda Laguna en una de las entradas del catálogo de la exhibición, las obras de sesgo autorreferencial llevan implícito un ritual colectivo, en la medida en que permiten ser “rearmadas” por otras personas, es decir, por parte de la audiencia. En la obra de Tracey Emin, como en el sistema de la celebridad, este aspecto colectivo es transitivo a las masas. Revivir sus penas y sus alegrías cotidianas implica incorporar una lección de vida: una vida, tal vez, demasiado parecida a un producto.

Claudio Iglesias es un crítico radicado en Buenos Aires. Sus últimos libros son Corazón y realidad (Consonni, Bilbao, 2018) y Genios pobres (Mansalva, Buenos Aires, 2018).

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