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El niño muerto

Magazine

14 junio 2007

El niño muerto

Pese a parecer el título de un relato fantástico de Tim Burton, el niño muerto al que hace referencia la exposición colectiva que la artista y comisaria Irene Minovas muestra hasta el 14 de julio en el Centre Cívic de Can Felipa es mucho más sutil y sugerente. “Había una vez un niño muerto” habla de actitud ante las cosas, en este caso ante el arte, concretamente ante el dibujo y sus procesos de creación y percepción.


“Había una vez un niño muerto” es un título magnífico y perverso. Si el título de una exposición, de un libro, de un disco, etc… cumple una función primordial en la confección de cierta expectativa; si el título sugiere y seduce como punto de partida, el de la muestra de Irene Minovas da en el clavo desde el uso antagónico de los códigos propios del cuento infantil – ese “había una vez…” como inicio mágico de un relato – para unirlo de forma maliciosa y cínica a una de las imágenes más tristes y dolorosas que uno puede pensar: la de un niño muerto, quizás la metáfora más ilustrativa y dura de la pérdida de la inocencia.

Una pérdida de inocencia, como de Peter Pan eterno – algo muy extendido en el comportamiento adulto – que de repente se da cuenta del sin sentido que supone seguir actuando como niño o que, asentado en premisas propias de la niñez (rebeldía, ausencia de responsabilidad, interpretación lúdica de las cosas…) despierta súbitamente para entender que aquello ya no sirve, que de hecho ya no existe. Una toma de conciencia radical que permite ver que, a partir de cierto momento, todo acto refleja una importancia vital que trasciende más allá de lo que creíamos.

Una actitud frente al entorno – inocente y reflexiva a la vez, utópica y realista, desenfadada y cruda – que sirve de hilo conductor para las producciones de los seis artistas escogidos por la comisaria para enfrentarnos cara a cara a nosotros mismos. Cesc, Comeseta, Frozen, Matt Joyce, Richt y Zosen, todos ellos artistas jóvenes y poco conocidos en el contexto artístico de Barcelona que parecen surgir de una escena cultural atípica, más o menos underground, como el cómic, el street art, la ilustración o el diseño gráfico para ocupar e invadir de forma casi irreverente las salas de un espacio de exposiciones como el de Can Felipa, por otro lado uno de los más significativos en el circuito de arte emergente de la ciudad.

“Había una vez un niño muerto” consigue un resultado efectivo y unitario – además de fresco y novedoso si lo confrontamos con la rigidez de algunos comportamientos expositivos en arte, aunque sea joven – desde trabajos dispares pero que mantienen dos puntos de conexión sólidos. Por una lado la actitud frente al arte – casi extensible hacia la vida – y por el otro el uso flexible del dibujo. Dos aspectos que implican que, pese al diálogo que el discurso curatorial abre en relación a registros propios de las subculturas urbanas, la exposición sea una muestra de dibujo en toda regla; en un momento además de proliferación y buena salud del género. Un formato de trabajo que, gracias a su economía simple y baja producción – lápiz, rotulador, spray… más la mano de obra del artista – y a la claridad de su mensaje, ha conseguido en los últimos años ser una de las tendencias artísticas de mayor proyección, compitiendo incluso con el dominio del audiovisual.

Una vez apuntado esto, lo que sorprende precisamente de la apuesta conceptual que “Había una vez un niño muerto” realiza a partir del dibujo es precisamente su display expositivo: un montaje centrado en la recepción global y fragmentaria de enormes piezas murales dibujadas o en vinilo directamente sobre los muros del espacio expositivo. Algo poco frecuente desde las salas de museos y galerías por su carácter efímero y su nula perdurabilidad (y por lo tanto de rentabilidad) de esfuerzos. Al fin y al cabo, algo tan efímero y fugaz como las propias intervenciones artísticas en el espacio público, condenadas a desaparecer en un tiempo breve.

En este sentido, la primera experiencia curatorial de Irene Minovas es una recopilación más o menos ordenada, más o menos caótica, de prácticas y soluciones formales vinculadas al dibujo que denotan una actitud falsamente inocente desde la invasión y ocupación de las paredes de Can Felipa con multitud de personajes e historias delirantes. Micronarrativas sugerentes que, de manera desenfadada y próxima para/con el receptor – y como si fueran presentaran directamente en la calle – reflejan con libertad diferentes posiciones críticas y comprometidas con aquello que nos rodea y nos hace como somos.

Realmente una exposición extraordinaria – precisamente por lo que a distancia de lo ordinario se refiere – que sustituye cualquier presencia objetual por el trabajo “in situ” y en presente sobre el muro. Unos muros que cuando finalice la exposición volverán a ser pintados para borrar cualquier resto o vestigio de los niños muertos de los que trata la muestra; perviviendo únicamente en el pequeño catálogo que, con la colaboración y diseño de ferran ElOtro – responsable de la imagen gráfica del centro – se ha editado como complemento objetual de la misma.

Y ahí, en esa especie de visión fugaz y flexible de lo real disfrazado de irrealidad, es donde aparecen un sinfín de criaturas extrañas y fantásticas, como los monstruos deformes dibujados a lápiz por Comoseta, los dibujos y diseños coloristas de Frozen o Matt Joyce, la inquietante espiritualidad de los personajes creados por Richt, la desconcertante explosión de alegría de los vinilos de Cesc o la crítica antisistema de los dibujos de Zosen. Seis mitologías personales y específicas, seis universos paralelos que se unen en las paredes de Can Felipa con un objetivo claro: la alteración entusiasta y eufórica de nuestro día a día.

En definitiva, “Había una vez un niño muerto” refleja una postura cercana al juego, a la broma, a la estética atractiva y simplona (como de dibujo animado televisivo) pero que en cambio – como pasa en los Simpson o en South Park – esconde debajo un sólido ejercicio de interpretación ácida y malvada de la realidad.

David Armengol (Barcelona, 1974) es comisario independiente y combina su práctica curatorial con otras actividades paralelas como la gestión cultural y la docencia. Le interesa especialmente la música, la naturaleza y el relato, pero desde el ámbito del arte contemporáneo. Es decir, no sabe tocar ningún instrumento, no es un gran aventurero y no domina el arte de narrar. En cierto modo, le basta con que sus pasiones sonoras, paisajistas y narrativas convivan en el formato de una exposición. Por eso siempre piensa en artistas.

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