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Pequeñas anécdotas sobre instituciones

Magazine

01 febrero 2010

Pequeñas anécdotas sobre instituciones

El conservadurismo institucional, y en las políticas culturales, conlleva una situación de estancamiento para la presentación y discusión artística en Argentina. Los números en las audiencias y la eventualización mediante la feria ArteBA destacan en un presente que necesita ser analizado atentamente.


La reconstrucción comparativa de un período breve de la historia artística argentina puede parecer un ejercicio tautológico en fechas proclives al balance como los comienzos de año y los cambios de década. Pero hay buenas razones para hacer el intento: desde 2005 a esta parte, la escena de arte contemporáneo centrada en Buenos Aires se vio afectada por cambios políticos y culturales, con consecuencias que en lo inmediato pueden pasar desapercibidas, pero que en un espacio de tiempo mayor adquieren consistencia y redundan en ejemplos prácticos.

Un buen instrumento para tales comparaciones lo proveen las antologías y retrospectivas con las que las instituciones operan, simultáneamente, sobre la escritura de la historia artística y sobre el contexto público, buscando repercusiones y edificando una agenda cultural solidaria de una identidad institucional. Habitualmente las retrospectivas involucran un proceso de agregación de valor de parte de profesionales (gestores, historiadores, curadores y artistas) y resultan por ello un índice del impacto real que una institución tiene sobre la escena.

En la coyuntura institucional argentina hacia 2005 están presentes los elementos de esta descripción modélica. Ese año encontró al Centro Cultural Recoleta con la retrospectiva de León Ferrari recién inaugurada y envuelta en una compleja batalla jurídica y mediática, disparada por los grupos ultramontanos que se sintieron ofendidos por la obra “blasfema” de Ferrari. Cerrada y reabierta por sendas disposiciones judiciales, la muestra curada por Andrea Giunta tuvo más de 70000 visitas, llegó a la portada de los grandes diarios y a los horarios centrales de la televisión. Pero su repercusión fue doble, pues también se pronunciaron en favor de la muestra (en solicitadas públicas, cadenas de mails o mediante adhesiones personales) centenares de artistas, intelectuales, curadores y críticos de muchos países. Poco después Ferrari recibió el León de Oro en Venecia y tuvo nuevas retrospectivas, incluyendo una en el MoMA, de modo que la muestra en el CC Recoleta demostró ser, además de oportuna, un caso único de sinergia entre la institucionalidad pública local, el trabajo curatorial y la proyección internacional de un artista argentino.

Semejante impulso resultaba posible en un contexto de recomposición mayor de la infraestructura: en 2005 también volvió a abrir sus puertas la colección de arte argentino del Museo Nacional de Bellas Artes, con la decisiva incorporación del arte de los sesenta en adelante y con un enfoque más orientado al desarrollo de propuestas curatoriales que al despliegue de un repertorio de obra estático. Así se fueron sumando herramientas para un trabajo de revisión histórica que se materializó en retrospectivas como las de Víctor Grippo, Liliana Porter, Pablo Suárez y Liliana Maresca, en distintos museos.

Las instituciones iniciaron un ciclo de competencia virtuosa y los espacios para la producción de artistas jóvenes (como el programa Contemporáneo del Malba, ya difunto) también resultaron favorecidos.

Es por eso que al situarnos de vuelta en el presente, la sensación puede ser como al salir de un portal que conecta dos universos paralelos. El 2010 encontró al mismo Centro Cultural Recoleta con una muestra histórica sobre Carlos Thays, el arquitecto del Centenario que definió durante décadas el gusto de la clase dominante argentina (no por su voluntad, sino porque devino síntoma en la angustia por la pérdida del edén anterior al peronismo).

La metáfora del “crecimiento” de la escena artística porteña sigue vigente y cada año los diarios hablan de un “boom” en arteBA; sin que nos diéramos cuenta, la feria se convirtió en el principal punto de contacto entre el arte contemporáneo y el público porteño. Lo que no implica una conducta monopólica, pues más bien ocurrió que todos los otros agentes se retiraron o viraron hacia posiciones de autoparodia. El programa anual de exhibiciones Estudio Abierto fue la primera víctima del cambio de gobierno en la ciudad en 2007; el sector público volvió rápidamente a su trayectoria errática (con ministros de cultura o educación pregonando por los medios anatemas contra el rock o el cubismo) mientras los museos y fundaciones privadas comenzaron un lento giro hacia exhibiciones tipo blockbuster, capaces de generar buenos números pero poca vinculación formativa con la escena artística.

Un caso a estudiar en esta dirección es el del Malba, que por su infraestructura es uno de los pocos museos argentinos capaces de recibir muestras del porte de Mr America, la primera gran retrospectiva de Andy Warhol en América Latina, que inauguró en octubre luego de hacer escala en Colombia. En esto, todo va bien y la efervescencia de público es bienvenida. Pero el desarrollo de recursos locales viene en retroceso: tras la salida sucesiva de Victoria Noorthoorn e Inés Katzenstein como curadoras, el museo que había sabido alcanzar un pico de notoriedad con la retrospectiva de Guillermo Kuitca en 2003 comenzó a darle la espalda no sólo al arte contemporáneo, sino también a todo atisbo de historiografía relevante. Dejando de lado una engorrosa muestra consagrada a un grupo de mecenas de los años veinte, las últimas exhibiciones plausibles que produjo el museo fueron una sobre las mujeres geométricas de los cuarenta y otra muy remanida sobre arte de los noventa e imaginario escolar. Dos oportunidades perdidas, por su falta de apuestas de fondo, porque no constituyen puntos de referencia en la investigación de ningún área y porque carecen del atractivo exportable que podían tener una muestra histórica como la de Ferrari o la retrospectiva de Kuitca. Pero sobre todo, al prescindir de cualquier atisbo de criticalidad en el registro histórico (al punto de prologar la única muestra histórica de dos mujeres con obras de los hombres que en vida las obliteraron), la institución nos dice tácitamente qué quiere, a quiénes les está hablando y para qué podemos contar con ella: el riesgo de un proyecto de restauración cultural a tono con un sector público retardatario no es el de redescubrir a los grandes maestros de la pintura argentina, sino el del aislamiento definitivo de los contextos cercanos geográfica y culturalmente.

El saldo a favor de tanto conservadurismo cultural, si se quiere ver el lado lleno, sería una demostración práctica de que sólo se puede generar cultura con algún margen de viabilidad y proyección desde el progresismo, la vocación crítica y el gusto por la innovación. Pero el precio de esta demostración puede ser demasiado caro, y vale la pena imaginarse qué ocurre cuando los gustos anquilosados de los sectores más reacios de la sociedad se confunden con la política cultural.

Claudio Iglesias es un crítico radicado en Buenos Aires. Sus últimos libros son Corazón y realidad (Consonni, Bilbao, 2018) y Genios pobres (Mansalva, Buenos Aires, 2018).

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