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SHADOWenetian

Magazine

03 julio 2011

SHADOWenetian

La Bienal por excelencia presenta una edición que no destaca por la emoción. Algunos gestos: la incorporación de tres Tintorettos como si se tratara de una revolución conceptual, pabellones construidos para la ocasión intentando ser una modificación a la idea del comisariado pero, por encima de todo, un mantenimiento del status quo sobrevuela en Venecia.


Con el extraño epígrafe ILLUMInations, Bice Curiger, comisaria de la selección internacional de la 54ª edición de La Biennale de Venecia, parece que procure atender a la incomodidad del concepto de «nación» que lleva años dejándose oír por los artistas que participan en la cita internacional. La dinámica en que se basa una buena parte de La Biennale reproduce, efectivamente, una estructura de pabellones que ha fosilizado la geopolítica de principios del siglo XX en el espacio de los Giardini: como es sabido, en este lugar, un conjunto de países siguen seleccionando cada dos años los artistas que presuntamente deberían «representarles», si bien este modus operandi se ha visto sistemáticamente cuestionado en las últimas décadas, ya sea por discrepancias políticas entre las administraciones y los correspondientes artífices o sencillamente por el debate en clave poscolonial que se desarrolla actualmente en relación a conceptos como el de representación, comunidad o la función social de la práctica del arte.

En el pabellón de España, Dora García insiste en la obsolescencia de la fórmula veneciana al utilizar un título como «Lo inadecuado». Según explica Kayta García-Antón, comisaria del pabellón, la artista «no se siente cómoda con el hecho de tener que representar un país en la Bienal de Venecia. Ella siente que es una artista inadecuada y quiere utilizar esto como materia de trabajo, como material de reflexión». Una consideración, sin embargo, que podemos pensar que funciona más como una pose que otra cosa, en tanto que el trabajo que aquí se desarrolla prescinde considerablemente de la coyuntura y es precisamente muy «adecuado» en relación con la línea de proyectos particular de la artista -quizás siendo en este caso un poco más obtuso y sin el ingenio conceptual del que Dora García ha hecho gala en otras ocasiones- que, a su vez, también tiene una manera de hacer perfectamente «adecuada» en relación, si no es con España, sí con ciertos circuitos internacionales del arte actual.

En las antípodas del cinismo que rezuma este planteamiento, situamos el pabellón danés, uno de los más interesantes de La Biennale. En este caso, probablemente facilite el desarrollo de un debate mucho más productivo en torno al arte y la sociedad el hecho de que en la convocatoria del Consejo de las Artes Danés para escoger el proyecto figure como primer objetivo que «la exposición del pabellón de Dinamarca (…) debe plantear formas inteligentes con las que desafiar el concepto tradicional de representación nacional «, así como que manifieste la voluntad «de atraer la atención internacional y generar debate sobre la práctica del arte no sólo de Dinamarca sino de todo el mundo». De este modo, después que en 2009 se pusiera en funcionamiento la fórmula y el tándem formado por Emelgreen & Dragset alcanzara con creces los objetivos, este año vuelve a dar en el clavo con los artistas de diferentes procedencias que reúne la comisaria Katerina Gregos, en esta ocasión con el ánimo de debatir sobre la libertad de expresión. Un aspecto, éste, considerablemente controvertido y que, implicando directamente a la misma práctica del arte, la pone en relación con una cantidad considerable de aspectos sociales de relevancia actual. Junto a proyectos que documentan y denuncian situaciones o generan marcos para el diálogo en el mismo espacio del pabellón, es interesante que algunos de ellos comparezcan también como síntomas, siendo fruto de casos de negociación o de maneras de hacer tácticas en relación con procesos de censura de diferentes momentos históricos y contextos geográficos. Así, en este pabellón aparece el archivo de Zhang Dali en torno a la construcción de imágenes y la memoria visual del régimen maoísta, «A Second History» (2003-10), que a mi entender es uno de los proyectos más interesantes del conjunto de esta edición de La Biennale -junto al pabellón alemán, con la sorprendente obra en este caso de un auténtico desconocido recientemente fallecido, Christoph Schlingensief, merecedor asimismo del León de Oro de La Biennale.

La osadía de Bice Curiger de incorporar la palabra tabú en el título ILLUMInations, acaba por desembocar en una serie de significados considerablemente forzados si atendemos también a la segunda parte de la construcción, la «iluminación». La comisaria parece que haya ido extendiendo el campo semántico que se abre con la conjunción de palabras progresivamente, a través de los textos de la exposición, pero también con las entrevistas que ha concedido. Si bien en un lugar destacado de la red de significados que entreteje con este título figura la consideración de «el rol del arte para producir iluminación en su círculo inmediato». Esta, si bien es la acepción que se desarrolla de manera más poética y se acompaña de más citas literarias, es a la vez la que menos clara queda en relación con las piezas que se exponen, tanto por lo que se refiere a las que ella selecciona como las que se presentan con los pabellones, donde en todo caso creo que prevalecería otra definición que también desarrolla ella misma: ILLUMInation como una alusión a la intersección entre lo local -figurando la luz como una aportación genuina de Venecia a la historia del arte- y lo global -el encuentro multinacional de La Biennale.

La representación del contexto local veneciano es, efectivamente, una constante de varios proyectos edición tras edición y, en cuanto a los pabellones de la actual, uno de los casos en que se produce con más acierto lo encontramos en el islandés. Con el trabajo que Libia Castro y Ólafur Ólafsson inscriben en la serie «Your Country Doesn’t Exist»: una soprano recorre los canales de Venecia en góndola con un canto que, refiriéndose asimismo a la crisis de los Estado-nación y las democracias neoliberales , alerta de los males que afectan a comunidades sociales de todo el mundo. En cuanto a la participación de Cataluña y las Islas Baleares en el marco de los Eventi Colateralli, la aproximación de Mabel Palacín a los espacios de Venecia creo que es excesivamente tímida. En lugar de plantear una estrategia de deconstrucción eficaz sobre la representación, en esta ocasión el potencial pintoresco de la ciudad creo que acaba por absorber el ejercicio de la artista.

Pero la intersección definitivamente desacertada entre el marco local i la esfera internacional en La Biennale corre a cargo de la misma Bice Curiger con el comisariado de la selección oficial, al situar tres lienzos de Tintoretto en la apertura del Pabellón Internacional. Una vez más dedica un considerable despliegue teórico para justificar este cruce entre el arte anterior a la modernidad y el contemporáneo, el cual, si bien ciertamente es inédito en el marco de la exposición principal de La Biennale, es considerablemente trivial a estas alturas e, incluso, por la convergencia exclusivamente a nivel temático que se establece entre las obras, no deja de remitir también a estrategias que serían más propias de las peores páginas de la producción cultural posmoderna, la misma que Hal Foster bautizó a principios de la década de los ochenta del siglo pasado como «neoconservadora».

De un modo similar valoro los para-pabellones: las arquitecturas efímeras que la comisaria encarga a artistas como Franz West y Monika Sosnowoska -estos dos son los que aún salvaría- para meter algunos de los proyectos de la exposición internacional, con el fin de ofrecer «significados más dinámicos en la forma de la exposición». Los para-pabellones se justifican también largamente como una innovación, si bien remiten en este caso al intento de comisariado colectivo que Francesco Bonami articuló en el mismo marco en 2003, de una manera formal y conceptual bastante más solvente y al mismo tiempo con una lectura política considerablemente más actual. En ese caso Bonami planteaba la colaboración con un equipo amplio de comisarios en tanto que se requeriría «una polifonía de voces» para la representación «de un mundo global fragmentado».

Contribuye a la sensación de crisis que los nombres más consagrados que aporta Bice Curiger o hacen aportaciones de una calidad más que discutible -Cindy Shermann, Pipilotti Rist- o bien reciclan fórmulas que previamente han aplicado o que incluso ya son ampliamente conocidas -Maurizio Cattelan, Philippe Parreno, James Turrell- con la excepción, eso sí, de «The Clock», de Christian Marclay, una de las piezas más monumentales e incluso oportunas en relación con la articulación de un evento de las proporciones de La Biennale. También es cierto, por otra parte, que entre las generaciones más jóvenes se seleccionan algunos artistas interesantes, entre los que destacan Omer Fast, el colectivo GELTIN, Nathaniel Mellors o Marinella Senatore.

Para terminar, un último significado que Bice Curiger aún atribuye a ILLUMInation es el de «verter luz en la institución de La Biennale misma, poniendo atención a las oportunidades fértiles y las latentes, las fuerzas pendientes de reconocer y las condiciones que requieren ser desafiadas actualmente». Bice Curiger debe ser de las pocas comisarias que ha tenido La Biennale que defiende la presencia de los pabellones nacionales, sobre los cuales apunta un interés desde una perspectiva historicista, «como un recordatorio». En este sentido quizás podemos aventurar que el desacierto de su propuesta en la parte de bienal «sin fronteras», podría tener relación con esta revalorización, indicando, al mismo tiempo, una cierta caducidad también de la aportación que propiamente ha hecho la posmodernidad a la exposición internacional. En este sentido, la intuición de Bice Curiger podría sugerir que el nuevo paso a realizar no se corresponde tanto con la concepción de un nuevo añadido sino con la necesidad de revisar aspectos que se atribuyen a sustratos pretéritos de La Biennale.

Beat Wyss y Jörg Scheller hacen una muy buena aportación en esta línea en el catálogo, con un artículo que relata la historia de La Biennale en tanto que cronotopo -la forma retórica que acuñó Bakhtin-, como una construcción que se desarrolla por medio de diferentes capas temporales y unas respectivas maneras de hacer. Si bien, en el catálogo también es donde Bice Curiger intenta desarrollar esta perspectiva revisionista y se dirige a todos los artistas con un cuestionario que pone en juego algunos de los significados que serían propios de la capa modernista de La Biennale: «1) ¿La comunidad artística es una nación?, 2) ¿Cuántas naciones hay dentro de ti?; 3) ¿Dónde sientes que está tu hogar?; 4) ¿Cuál es el idioma que se hablará en el futuro?; 5) Si el arte fuera un Estado, ¿qué diría su constitución? «.

¿Va en serio? Que la respuesta mayoritaria por parte de los artistas sea «no», «ninguna» o «no sé» pienso que se debería leer una vez más como un indicador del desacierto de su planteamiento. Si bien también ha servido para dar lugar a joyas como es la respuesta de Peter Fischli y David Weiss a la número dos: «¿Cuánto son 42 x 87?».

Oriol Fontdevila cree que es interesante la dimensión política y social de las prácticas artísticas y los fenómenos culturales; que la cuestión de la innovación cultural tendría que tratarse en correspondencia con la de progreso social; que el trabajo transdisciplinar es una oportunidad, no solo apara sumar conocimientos, sino para generar entornos desde donde problematizarlos; y que desde la crítica de arte y el comisariado se pueden hacer aportaciones al respecto.

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