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Tropiezos con el mundo real: Artist Placement Group

Magazine

23 diciembre 2012
Artist Placement Group

Tropiezos con el mundo real: Artist Placement Group

Salir al mundo real. Esta demanda, entre el propósito y la reivindicación, es uno de los grandes proyectos del arte contemporáneo en su relativamente breve historia. La disolución de las fronteras entre arte y vida sigue siendo -a día de hoy- la gran aporía del arte contemporáneo, un postulado que constituye la razón de ser de la mayor parte de prácticas artísticas y que funciona como ilusorio pero inconcebible engranaje de su condición de ser. Como si todo lo que constituye el contexto del arte contemporáneo no pudiera incluirse dentro de eso que designamos utilitarista y pragmáticamente como real.

De esa salida del arte fuera del arte (sin la pretensión del destierro voluntario) abundan ejemplos e intenciones. Pero pocos son tan explícitos, representativos y vocacionales como el caso del británico Artist Placement Group, a los que se les dedica una exposición en el Raven Row, en Londres. A mediados de los años sesenta, Barbara Steveni y John Latham fundaron, con la participación fluctuante de otros artistas, una asociación que, mediante la inserción del artista en el contexto industrial y burocrático, perseguía una relocalización del artista y de su trabajo fuera de su hábitat común, el estudio y la sala de exposiciones. Además de promover una práctica artística que proyectase un cambio de imagen: el de la visión general del artista como un ser ensimismado y automarginado en su propio ecosistema por la de un agente social capaz de contribuir significativamente dentro del aparato burocrático y comercial. The Individual and the Organisation: Artist Placement Group 1966-79 es el proyecto expositivo -archivo jerarquizado- que recoge las experiencias del APG, desde los éxitos parciales a las derrotas concluyentes, pasando por el ingente papeleo, las publicaciones públicas, los desestimados resultados estéticos o las investigaciones y planes de viabilidad del outsider.

Tomando como eslogan “context is half the work”, el APG funcionaba grosso modo de la siguiente manera: negociando la colocación del artista con empresas o departamentos del gobierno para que, una vez aceptado, pudiese llevar a cabo un estudio de viabilidad desde lo específico del contexto anfitrión y, a partir de aquí, sentar las bases para un compromiso mutuo y duradero. En teoría –porque en la práctica, como fácilmente puede intuirse, las cosas no fueron tan dóciles- y tras este trabajo de campo, el artista lanzaba su propuesta a la organización, quien decidía asumir o no los riesgos (planteados como beneficios) de la incorporación de un agente externo a sus filas. La APG también reclamaba un sueldo para el artista, quien pasaba a ser una especie de empleado eventual y extraordinario que, sin embargo, no estaba sujeto a las directrices (aunque sí al beneplácito) de la organización de acogida. Teniendo en cuenta los puntos anteriores, uno podría pensar que estas protorresidencias de artista tuvieron gran aceptación por parte de las empresas y departamentos gubernamentales elegidos por el APG como destinos, sino factibles, al menos posibles sobre el papel. No fue así. Debido a una pequeña cláusula del contrato que evitaba la hipotética instrumentalización de los proyectos, el “open brief”, con la que el APG salvaguardaba la libertad del artista al no estipular ningún tipo de resultado concreto, muchas organizaciones desestimaron su participación en una iniciativa que, a diferencia de ellas, creía en los beneficios a largo y no a corto plazo. ¿Y cuáles podían ser los beneficios del arte (admitiendo como ideal su tendencia a la desestructuración y el análisis crítico) para una organización férreamente estructurada en perpetua búsqueda del aumento de su capital financiero?

Al pensar el APG como prontuario artístico de un modus operandi, inducido también por su síntesis en lo concentrado de las siglas, pudiera parecer que la organización impulsada por Steveni y Latham estuvo exenta de fisuras y dilemas internos. Sin embargo, a los pocos años de su puesta en marcha -en 1971- los roces salieron de los gabinetes internos del APG para mostrarse al gran público con motivo de su primera incursión en el espacio expositivo dentro de la Hayward Gallery de Londres. Además de los proyectos llevados a cabo hasta el momento, si en algo se desmarcaron de la obra de arte tradicional (para, a día de hoy, fundirse por indirecta apropiación efectiva con las dinámicas de un capitalismo donde existen headhunters) fue con The Sculpture: una gran mesa que sirvió de soporte para las discusiones en torno al grupo a lo largo de 3 semanas en las que, entre políticos y miembros de la industria, salieron a flote numerosos problemas internos. La falta de un manifiesto, la inexistencia de una estructura determinada, la ausencia de un compromiso político verdadero, la adaptación obediente a las organizaciones de destino, o la excesiva autoridad de los juicios veleidosos de sus dos fundadores, son algunas de las quejas que, por aquella necesidad de las contradicciones, construyen un proyecto esencialmente discursivo. Contexto, proceso y discusión eran, para el APG, una pieza de arte que todavía no sabe lo que es.

Simpatizar con el APG es fácil. A día de hoy, un proyecto de este tipo resulta tanto o más inverosímil que en su época de origen. Pero más allá de sus problemas internos, de la perenne cuestión -como un significante en busca de significado- de la función del artista dentro de una sociedad mutante, de la impracticable hibridación de contextos antagónicos conceptualmente, las cuestiones que acordonan actualmente el APG sean posiblemente otras: ¿proyectos como el APG cambian la visión social del artista como ente individual o sirven de inspiración para la implementación de la creatividad en las filas de una economía terciaria?, ¿son pertinentes y útiles las observaciones, posiblemente diletantes, de un artista hacia un contexto ajeno de producción o encierran el cliché –esta vez a favor- de un derecho al entrometimiento que es patrimonio de unos pocos?, ¿hasta qué punto es legítima la aceptación del artista dentro de una empresa si su inclusión proviene de la cadena de mando, haciendo que el artista sea percibido como parte de esa jerarquía que pretende cuestionar? Y la última pero no la más importante, ¿la utilidad del arte pasa por el cambio de contexto?

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